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Solo un puente separa los departamentos de Magdalena y la Guajira, pero la vida entre un lugar y el otro tiene una distancia gigante. El departamento más septentrional de Colombia parece haber sido olvidado por el tiempo y todos los gobiernos de la historia colombiana, aunque en realidad no se lo olvidaron, si no que lo usaron para robar mucha plata. Los buses normalmente solo llegan hasta Riohacha, solo algunos se adentran hasta Uribia, quedando muchos kilómetros cubiertos solo por camionetas que instalan bancos de madera en sus cajas y, respetando la ley de la poca oferta y mucha demanda, ponen el precio que les parece correcto, según el idioma que hable el pasajero.
Las rancherías que duermen a la vera de la trocha que une Uribia con Cabo de la Vela no tienen ni luz ni agua corriente. Irónicamente, custodiando los espíritus Wayuu existen unos gigantes disfrazados de molinos eólicos, que generan electricidad para colombianos que viven a miles de kilómetros, pero no permiten a sus vecinos prender ni un foco.
Mientras rebotaba en el banco de la camioneta que intentaba sortear los baches del camino de tierra que nos llevaba al Cabo de la Vela, pensaba si es lógico que un presidente que tiene una zona de su país en ese estado (y sin perspectiva de cambio) reciba el premio Nobel de la Paz. Sin duda ese es el más político y vilipendiado de todos los premios Nobel. ¿Se puede separar el bienestar de un pueblo del intento de llegar a un acuerdo de paz para otorgar el galardón?
Salimos a las 5:30 de Taganga, tomamos un par de buses y llegamos hasta frente al Tayrona y ahí conseguimos alguien que nos llevó a dedo, nos advirtió que solo iba hasta 2 pueblos más adelante, nosotros pensamos que eso tenía que ser unos 40 kilómetros, pero solo fueron 5. De ahí nos levantó un camión de pescados que nos llevó hasta Riohacha, trayecto que aproveché para dormir un poco. Recién ahí nos enteramos que en Colombia, o por lo menos en esa región, “hacer dedo” se dice “hacer chance”.
En esa ciudad fue imposible hacer chance, así que fuimos en una camioneta con un grupo de personas de la comunidad wayuu hasta un cruce donde hicimos dedo y nos levantó un camión de papas, que iba vacío y nos mandó a la parte de atrás. Unos gringos, que andaban por ahí, aprovecharon y también se subieron al camión. A los pocos kilómetros vimos que se venía la lluvia y nos pusimos a sacarle fotos, cuando nos avivamos la lluvia ya nos estaba empapando. Mojados y con la tierra de las papas, rapidito nos convertimos en barro. Lu se avivó y agarró una lona que había y nos tapamos todos, logrando llegar hasta Uribia sin una pulmonía. Cuando nos bajamos del camión nos ofrecieron hacer la última escala por 15000 cada uno y se nos rieron en la cara cuando le dijimos que viajábamos haciendo chance, ya que no va nadie por ese camino, así que nos preguntaron cuanto teníamos y terminamos viajando por 5000 cada uno.
La parte final del viaje normalmente lleva una hora y media, pero como últimamente ha llovido mucho y se ha estropeado la trocha, llevó casi el doble. Igual la gente festeja las lluvias, ya que hacía cuatro años que no caía agua y uno de los males más importantes que enfrentaban era justamente la sequía, con todas las consecuencias que trae. Claro que la minera de carbón que está en la Guajira siempre tiene agua. El paisaje de ese último tramo recuerda los documentales de África, las sabanas planas con algunos arbustos y el sol anaranjado cayendo detrás de un arbolito, mientras los animales empiezan a animarse a salir de las sombras que los protegía para poder tomar agua en algún charco.
La primera impresión del Cabo de la Vela fue fuerte, buena parte del pueblo tenía las calles repletas de agua y todo estaba bajo la oscuridad, salvo los negocios donde hay generador eléctrico. Por suerte habíamos conseguido un anfitrión de Couchsurfing y su casa estaba en la zona no inundada.
Ya teníamos nuestra habitación preparada con las hamacas colgadas y la arena rastrillada. Compartiríamos la habitación con una chica de Buenos Aires que hace años se dedica a viajar, y sumó al viaje a su hija desde que tenía 8 meses, y también con una amiga de esta chica. Por el cansancio del viaje preferimos no cocinar y fuimos a comer un pescado, suelen hacerlo de una sola forma: frito. Mientras esperábamos el pescado, los niños se acercaron a ver qué teníamos en el celular y Lu les pidió que le enseñaran algunas palabras en wayuu. Y ellos le enseñaban y a cada repetición de palabra de Lu se reían, nosotros suponíamos que era por su pronunciación, hasta que vino una nena y vio que lo que había anotado Lu estaba mal, los chicos nos habían enseñado mal a propósito y se mataban de risa.
De ahí volvimos a lo de José Carlos, nuestro anfitrión en Cabo de la Vela, que tiene el bar de onda del pueblo, así que había varios turistas tomando caipirinhas, único trago disponible además de la cerveza venezolana llevada de contrabando. Ya que no vamos a ir a Venezuela y no vamos a tomar allá sus cervezas, tuvimos que probarlas esa noche. Cuando nos fuimos a dormir todavía había clientes en el bar, y estuvieron hasta que se terminó la nafta del generador eléctrico.
Como en todo Colombia, en el norte también amanece a las 6 y el sol desaparece 12 horas después. Así que nos despertamos temprano y la realidad de la vida del Cabo nos tocó por primera vez, se había terminado el gas de José Carlos y no se podía conseguir, y tampoco podíamos usar nuestro calentador ya que no había energía. Por suerte la gente es solidaria, pedimos en el restaurante donde habíamos comido el pescado que nos calentaran un poco de agua, y así pudimos desayunar un café con galletas. En todo el tiempo que estuvimos, no pudimos conseguir ni fruta no verdura, porque el único negocio que vende no se había podido abastecer. Compramos un balde de agua dulce que usamos para poder lavarnos un poco y después salimos a conocer el Pilón de Azúcar.
Nos habían dicho que era una hora caminando, pero en realidad es una hora y media, otra vez apareció la solidaridad y nos acercaron lo suficiente para ahorrar media hora de caminata. El paisaje del camino es ese tipo de desierto con vegetación chata tipo arbustos, pero muy escasa y con algo de pasto. Pero increíblemente estaba casi todo inundado. Cerca del Pilón el camino se convirtió todo en arena y el cansancio hacía que pareciera que no llegábamos más, pero finalmente lo hicimos.
El Pilón es un pequeño cerro desértico con una playa hermosa y una gran vista. Lo primero que hicimos fue ir al agua para matar el calor. Por ser una bahía y por el clima de esos días, el oleaje estaba bastante bravo y no estábamos sincronizados con el sol, que nos acosó toda la caminata pero se escondía cuando queríamos apreciar el agua. Había algo de turismo pero no demasiado, aparentemente como están en temporada de lluvia no está yendo tanta gente.
Cuando nos cansamos del agua salimos y fuimos a subir el cerro. Se puede ver la playa que está cerca, y además hay una vista panorámica de la zona, incluyendo otras playas, los buques que están estacionados, el pueblo a lo lejos y el parque eólico.
Llegamos bastante cansados, así que nos quedamos refugiados en lo de José Carlos haciendo tiempo para ir al faro a ver el atardecer. El faro también está lejos así que íbamos a ir en moto, pero tuvimos suerte que había una familia colombiana haciendo turismo en camioneta que aceptaron llevarnos, así que no caminamos ni a la ida ni a la vuelta. El atardecer dura pocos minutos y mirarlo en silencio le permite a uno dimensionar lo lejos que está de todo, allá casi en la punta de América del Sur, en el medio de un pueblo olvidado.
La otra actividad que hicimos en el Cabo fue ir a la playa del Ojo del Agua. El ojo es un pozo donde brota agua dulce y que se mantuvo todo el tiempo que duró la.sequía, pero que en esos días como el agua había cubierto todo, no se podía ver. Por supuesto que eso también queda a una hora y media caminando, y esta vez no conseguimos que nadie nos acercara.
La playa estaba desértica, así que parecía una playa privada, hasta que llegaron 4 españoles. Al igual que en el Pilón el mar estaba revuelto y había olas bastante fuertes, la diferencia era que aquí no había arena si no que el piso era todo de piedras. Cabo de la Vela es el lugar ideal para recolectar caracoles, conchitas y piedras de todo tipo y tamaño.
Esta vez tuvimos mejor suerte con el sol y se despejó lo suficiente para que pudieras disfrutar de las distintas tonalidades del agua. Después del agua y una pequeña caminata para ver el paisaje desde otros puntos, volvimos.
El paisaje de todo el Cabo parece de un mundo muy diferente del que solemos andar, incluye desiertos donde abundan los cactus, playas rojizas y de piedras, mar de muchos colores que mutan con la presencia o ausencia del sol y formando parte de todo ese mundo, una comunidad que por costumbre sonríe y saluda, a pesar de tener niños que se están muriendo de desnutrición.
Tanta caminata bajo el sol me pasó factura y me deshidraté, así que el resto de la tarde y noche fue bastante difícil. Para colmo al día siguiente nos esperaban un montón de horas de viaje, empezando a las 6 de la mañana por el camino del desierto y los baches. Habíamos llegado al Norte de nuestra aventura, por primera vez viajaríamos con rumbo sur. Había que llegar a Bogotá para tomar el vuelo a Leticia, en el medio nos esperaba el departamento de Santander.