Si querés conocer cómo trabajar en Nueva Zelanda sin la Working Holiday Visa, entrá ACÁ
¿Cómo habrá sido la Christchurch preterremotos? ¿La ciudad más grande de la isla sur habrá sida gris y estandarizada por dentro y verde y celeste por fuera como tantas otras ciudades neozelandesas? ¿O ya habrá tenido este espíritu colorido, artístico, innovador?
Christchurch sufrió 2 terremotos en 2010 y 2011, y hoy (sacando algunos edificios) no parece una ciudad que haya sido devastada, ni siquiera parece una ciudad que esté renaciendo sino una que ya renació. Y tuvo una reencarnación en un cuerpo alegre, que con la vivacidad latiendo en sus paredes quiere dejar atrás todo recuerdo del sufrimiento vivido en los últimos días de su vida anterior. El segundo terremoto ocurrió apenas 6 meses después del primero y fue mucho más desastroso, tiró abajo los edificios que habían sido dañados en el primero y que todavía no habían podido ser reparados y 185 personas murieron, de las cuales más de 130 lo hicieron en por el derrumbe del edificio Canterbury Television and Pyne Gould Corporation. Nada de ese dolor se sentía en el ambiente de la calle, aunque se recordaba.
Algo me había hecho ruido por los miles de kilómetros que recorrimos en nuestro road trip por la isla sur. Mientras avanzábamos en el auto y miraba los paisajes interminables con sucesiones de montañas, ríos, lagos, ovejas, vacas, patos, vacas en montañas, patos en lagos, ovejas en montañas, patos en ríos, lagos y montañas, montañas, lagos, patos, etc, pensaba que al viaje le faltaba algo.
Cuando uno busca información sobre Nueva Zelanda entre las primeras páginas de internet, entre los folletos o donde sea, siempre va a encontrar algo relacionado con los maoríes, y nosotros, con excepción del hombre que nos paró a los gritos para darnos su bendición una de las primeras noches en Auckland y la hermosa experiencia que tuvimos con Moi, solo habíamos visto a los maoríes como hombres y mujeres tatuados que habían sido asimilados totalmente por la cultura occidental, pero en ningún lado veíamos que se hablara de su cultura o que se la contara o se la viviera.
Entonces, pensaba yo mientras montañas, lagos, ríos, etc, ¿dónde está la cultura, cómo hago para conocer un poco cómo son los kiwis y los maoríes? Christchurch no fue la respuesta, pero por lo menos me permitió abrir un poco la puerta y espiar una vida diferente en una país que parece estandarizado.
Por eso, por mostrarme algo diferente que no encontré en el resto del país, con esta ciudad de nombre tan complicado tuve un amor a primera vista. En un par de caminatas nos develó lugares que son todo lo que buscamos en una ciudad. La primera parada fue un parque repleto de adolescentes tirándose de toboganes y saltando en camas elásticas, y mi niño interior al querer copiarles se dio cuenta que aunque él es un niño interior el del exterior ya es un señor de 34 años que pisó mal, se cayó y se raspó las rodillas vergonzosamente frente a tres chicas que tenían menos de la mitad de su edad y que después de preguntar muy amablemente si estaba bien salieron corriendo para poder reírse como corresponde.
Seguimos la caminata y nuestros ojos chocaban incansables contra colores y formas que nos hacían olvidar que estaban estampados contra paredes que se salvaron de haberse derrumbado en uno de los peores terremotos de la historia del país. Christchurch lejos de prohibir que la gente ensucie las paredes como suele suceder, estimula el arte callejero, incluso en uno de los parques hicieron unos aerosoles gigantes para que los llenaran de grafitis. En el mundo del revés que me pareció Christchurch en lugar de poner un cartel diciendo que quien pinte una pared va preso para que así los edificios mantengan su cara limpia, los edificios aquí ponen ventanas o paredes de distintos colores para hacer juego con los graffitis que los rodean.
Y algo más nos sorprendió la primera noche: encontramos restaurantes abiertos hasta tarde, incluso una zona gastronómica que nos ofrecía más variedades que la simple pizza de 5 dólares y las hamburguesas mundiales, aunque debo confesar que comimos comida china que también podríamos comer en cualquier otra parte de Nueva Zelanda (aún seguimos en la búsqueda de comida maorí), y disfrutamos esos aromas diferentes, las texturas suaves, levantar hasta el último arroz con los palitos, hacer ruido con la sopa y enchastrarme la barba con los fideos. Una verdadera experiencia oriental.
El segundo día el circuito de caminata no fue muy diferente. Primero encontramos la antigua catedral de Christchurch, esa que todavía está destruida, mostrando las heridas abiertas de la tragedia. Como era viernes frente a lo que alguna vez fue la entrada de la iglesia había un mercado, con puestos de comidas de distintos países y algo casi único en Nueva Zelanda: música callejera.
Una de las diferencias que uno encuentra cuando cambia de país está en los sonidos ambientes que tienen los paseos. Mentiría si digo que extraño la competencia eterna de gritos de vendedores ambulantes que se vive en la peatonal de Córdoba. Pero sí se extraña cruzarse con gente silbando y cantando. Y se extraña el arte callejero, ese que casi siempre por apurados ignoramos, pero que nos damos cuenta que van construyendo un paisaje urbano. Y ahí en ese punto del mapa encontramos una banda haciendo música.
La noche anterior habíamos visto la famosa catedral de cartón. Un edificio construido con tubos de cartón que se levantó rápidamente para darle a la ciudad algo que festejar mientras todavía se lamentaba las pérdidas. La catedral transicional nació con la idea de ser un lugar de emergencia creado para vivir solo hasta que la vieja catedral estuviera lista, pero el entusiasmo local y turístico tal vez hagan que esa transitoriedad se transforme en permanente.
Tal vez lo más impactante no sea el edificio en sí, si no la intervención artística que está frente a él. Hay 185 sillas pintadas de blanco, recordando a las víctimas del terremoto. El artista invita a sentarse para reflexionar sobre nuestra vida y pensar en aquellos que hemos perdido en el camino. El cartel que explica la obra termina diciendo: Esta instalación es temporal, igual que lo es la vida.
Con esa idea en la cabeza caminé durante cuadras mirándome los pies y tratando de descifrar por qué a pesar de haber elegido estar en Nueva Zelanda me cuesta tanto disfrutarla. Sin encontrar una respuesta seguí caminando, empezando a sospechar alguna pista y entendiendo que eso que hasta el momento no había encontrado (y que me molestaba) era lo que sí estaba ofreciéndome Christchurch: cultura, historia, personas cantando, restaurantes abiertos hasta después de la caída del sol; en resumen: Vida.
La caminata siguió entre paredes que alternaban entre algunas recién curadas y otras todavía con cicatrices. Llegamos al museo de Canterbury. Hay varias salas dedicadas a la cultura maorí; antropología e historia para presentarnos a los antiguos dueños de las tierras; vida y obra de estos habitantes llegados de la polinesia repletos de leyendas, y una sala entera dedicada a la piedra sagrada: el jade. Avanzando por los pasillos laberínticos nos movimos por el tiempo y encontramos recreado un pequeño pueblo donde vivían los europeos del siglo XIX llegados a lo que se conoció como Nueva Zelanda.
El museo es uno de esos enormes, con varios pisos y salas donde te perdés y tenés que ver para donde seguir y decidir si ver todo o solo un pantallazo. Y así, casi corriendo pasamos por el frío antártico en la exposición que nos mostraba la historia de las excursiones al continente blanco y llegamos a la joya excéntrica del museo: la casa de Fred y Myrtle. Una pareja de viejitos que decoró entera su casa con más de 1000 conchas marinas y recibieron más de un millón de visitantes durante 40 años.
Mientras descansábamos en el parque que está al lado del museo empezamos a sentir un sonido lejano, tan lejano como puede sonar en Nueva Zelanda una batucada. Así como los perros siguen el olor de la comida, nosotros nos fuimos detrás de la música que nos atraía. Pero sin el olfato ni el oído canino llegamos a un colegio que parecía sacado de la saga de Harry Potter: con sus paredes altas y grises de grandes ladrillos, con su reloj antiguo y su campana, sus ventanitas blancas y sus marcos en forma de arco. Nos pareció un lugar extraño para encontrar tambores y redoblantes.
Y en lugar de una batucada carnavalesca nos topamos con un coro practicando música religiosa. La armonía que generaba ese puñado de adolescentes intentando entender las indicaciones de un profesor, a quien se le notaba la pasión por la música, fueron el punto final que necesitaba el recorrido por esta ciudad.
Cuando pienso en lo que viví en un lugar y qué voy a contar sobre él, intento encontrar alguna evolución en mí y que el post genere alguna transformación en el lector (o viceversa) y en este no podía encontrar el núcleo del texto. Y me di cuenta que tal vez era porque la ciudad hizo el trabajo por mí. Mientras caminaba por Christchurch pensaba que esa ciudad había borrado muchos de mis sentimientos, de esos que me hacían preguntarme por qué no podía disfrutar de Nueva Zelanda, y durante esas caminatas pensaba que cuando un país simula tanta perfección que aburre un poco, de golpe podés encontrarte con una ciudad que rompe el molde y que desde la reconstrucción decide mostrar una mejor versión de sí misma. Como si me hubiera dicho que nunca un país es un solo país, como si Christchurch me hubiera palmeado la espalda y susurrado: viste pibe que solo era cuestión de caminar un poco.
4 comentarios
Muy interesante relato de lugares, sensaciones y emociones en Christchurch!!! Hermoso lugar!! Hermosa New Zeland!!
Gracias por compartir, dejándonos “espiarlos”!! Abrazos grandes!!
Muchas gracias!!! ME alegro que tengan ganas de espiarnos!! Besos
Hermoso relato.Conmovedor.Estuve ahí con un relato tan real y y tan descriptivo.Lo viví.
Gracias viejo, que bueno que lo hayas podido vivir con nosotros. Besos!