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A veces viajando a dedo y sin planes perfectamente armados las cosas salen redondas, pero no redondas como un disco de pasta en el que se puede observar un círculo perfecto y cada nota suena armoniosa, si no como un engranaje oxidado. Teníamos que ir desde Cayena, la capital de la Guyana Francesa, hasta Sao Luis, en el estado brasileño de Pará. La primera etapa era cruzar la frontera y de ahí ir a Macapá.
Hay un puente que une ambos países, está listo hace varios años, pero no está habilitado porque Francia le exige a Brasil que termine la ruta que sale del puente hacia el lado brasilero y que controle a los traficantes de diamantes. En Brasil estaba la plata para hacer la ruta, pero nunca se hizo.
Llegamos a la policía brasilera de Oyapoque para poner el sello en el pasaporte a las 12:10 y cerraban a las 12, así que no nos quisieron atender y tuvimos que esperar hasta las 2 de la tarde. Cuando salimos de la policía se largó a llover y tuvimos que hacer una pausa en nuestra caminata, cuando llegamos a la terminal de buses ya no había lugar para los que salían ese día. Intentando hacer dedo se nos acercó un señor y nos dijo que un amigo viajaba al día siguiente. Nos hizo el contacto, nos pagó el hotel y nos dio plata para la comida. Sí, el mundo tiene gente que se maneja con el “Hoy por mí, mañana por ti”, aunque sepan que jamás podrás devolverles el favor.
Al día siguiente salíamos a las 5, pero el amigo no aparecía ni atendía las llamadas, a las 6 salimos resignados a hacer dedo, a las 7 apareció, había salido a tomar hasta tarde y no se pudo levantar temprano. Ahora la incógnita era si íbamos a llegar a tiempo para el barco que salía a las 4 de la tarde de Macapá hacia Belén. Oh, yeah. ¡¡Llegamos!! A las 3 estábamos listos para embarcar, y al final el barco salió a las 5. Supuestamente eran 24 de viaje, fueron casi 26 en un barco con muy pocas comodidades, pero en un paisaje hermoso y con experiencias nuevas como fue ver la triste escena de cómo desde el barco le arrojaban bolsas con comida y ropa a las personas de las comunidades que viven en la orilla del Amazonas y que se acercaban a recogerlas en sus pequeñas embarcaciones a remo o a motor.
Ahora había que cruzar los dedos para encontrar un bus que nos llevara a Sao Luis. Acá parecía que se rompía el engranaje, ningún bus tenía lugar para llevarnos, pero Lu insistió preguntando en todos lados y apareció alguien diciendo que iba hasta cerca de Sao Luis. Ok, vamos y después vemos como seguimos. El engranaje parecía destrabado y seguía girando.
Queríamos ir a Lençois Maranhenses, pero después de bajarnos en el bus empezamos a preguntar y era muy difícil llegar, no había buses directos y había que hacer algunos trasbordos bastante caros y no sabíamos a dónde íbamos a terminar festejando el 31, así que cambiamos de planes, íbamos a intentar alcanzar unos amigos que estaban en Jericoacoara pero después de comprar los pasajes para ir lo más cerca que se podía de Jeri, nos enteramos que ellos ya se habían ido para otro lado. El destino del bus era Parnaiba.
— Listo, nos quedamos ahí.
Y nos quedamos ahí. El engranaje dio otra vuelta y conseguimos que alguien nos alojara, a pesar que me confundí de nombre cuando le mandé el pedido.
Y el engranaje hizo que termináramos en un lugar precioso del nordeste brasilero. Desde Parnaiba el primer día fuimos a conocer la playa de Coqueiro, en Luis Correia.
Mar azul con palmeras en la orilla y gente haciendo música en las casas de la costa. ¿Qué más se le puede pedir a un lugar del cual hasta 24 horas antes no conocías ni el nombre? Coqueiro es la playa de Luis Correia a la que va la gente de mejor poder adquisitivo de la zona, y eso se nota en las camionetas y en las casas que dan al mar, aunque no hay mucha ostentación.
El 31 fuimos a conocer la playa de Pedra do Sal. Un lugar más interesante para sacar fotos que para disfrutar del agua. Una playa con poca profundidad y casi sin olas.
Nuestra anfitriona tenía un hostel y nos invitó a pasar año nuevo con todos los del lugar. No fue lo que esperábamos. Nos imaginamos muchísima cerveza y gente bailando en la playa, pero fue mucho más tranquilo. De todas formas nos divertimos y logramos pasarla bien. Había un escenario en el que tocaron varias bandas, nos vestimos de blanco para cumplir con el ritual en homenaje a Yemanyá, la diosa del mar según algunas religiones africanas. A las 12 hubo pocos fuegos artificiales y todos fueron a saltar las 7 olas al mar.
Extrañamente volvimos temprano de la playa, con gusto a poco pero sabiendo que todo se había dado como queríamos. Habíamos logrado pasar Navidad en Francia y año nuevo en el nordeste brasilero y estábamos en un lugar increíble. Y lo mejor vendría después.
El primer día del año 2017 vimos el que fue uno de los paisajes más asombrosos de todo el viaje. O tal vez no tenga que decir paisaje si no escena. Paisaje suena a algo estático y lo que nos dejó boquiabierto fue el cambio de ese paisaje. Por ser primero de enero y fin de semana, solo había buses hasta Atalaia, la playa más popular. Pero como nosotros queríamos ir hasta la playa de Macapá, a una media hora de Atalaia, tuvimos que ir a dedo. Cuando llegamos la marea estaba baja, por lo que podía verse muchas piscinas naturales que se forman cuando el agua retrocede y el mar puede verse muy a lo lejos, golpeando sus olas contra lo que a esa hora era la costa. Después de meternos en un par de lagunas, caminamos y conocimos las más lejanas. Cerca de las 3 de la tarde estábamos en una piscina lejos de los paradores que estaban sobre las dunas y más cerca del mar. Vimos que la mochila empezó a mojarse en una zona de arena que antes estaba ceca. Otras personas nos advirtieron que la marea había comenzado a subir, y ahí fue cuando nos dimos cuenta cómo el agua iba llenando las canaletas formadas por las ondulaciones de la arena. Apurados caminamos hasta las dunas, atravesando las lagunas que cada vez estaban más llenas y nos quedamos viendo, caipirinha en mano, cómo esas lagunas aisladas comenzaban a unirse hasta formar un solo mar gigante y esplendoroso. Lo que antes eran dunas y lagunas, ahora serían la nueva costa que elegiría el mar hasta que comenzara a descender nuevamente.
Empezamos a caminar para poder hacer dedo, y nos quedamos charlando frente a un auto que se había enterrado en la arena. De otro auto un señor asomó la cabeza y nos preguntó si necesitábamos ayuda con algo. Iba con su esposa y obvio que nos terminaron llevando, pero solo iba hasta Luis Correia. Durante el viaje pegamos tan buena onda que nos iba a invitar a tomar unas cervezas a lo de los suegros, pero no se podía pasar por la calle del suegro así que nos invitaron a tomar un helado. Y en el medio de la charla, diciendo que le gusta mucho el fútbol argentino dice: “Soy hincha de Racing”. Casi me largo a llorar. Me gustaría ser Sheldon Cooper para calcular las probabilidades de que un brasilero por escucharnos hablar en otro idioma se ofreciera a llevarnos, nos invitara a tomar helado, fuera hincha de un equipo de Argentina y que ese club fuera la Academia.
Fue el toque final, la frutillita del postre para confirmar que todo había salido redondo y que el engranaje había girado con la perfección justa.